martes, marzo 25, 2008

El viaje amargo (I)

A José Israel Carranza,
viajero ilustre


1. La caspa de París


El mundo no me llama, me asusta su amplitud, su extensión me causa vértigo. Y me apabulla la sola idea de recorrer tamaña vastedad: fatiga y cuesta caro. Es frívolo. Extenúa.

He visto a las mejores mentes de mi generación vacías de toda gracia y lucidez luego de trece, veinticuatro, cien horas de aviones y aeropuertos. Las he visto perder identidad y calma, diluirse en horarios que cambian −y las cambian− y vuelven a cambiar apenas a ellos se habitúan:

“¿Quién soy ahora, aquí, insomne a las tres de la mañana? ¿Quién pudiera yo ser, a las diez, en otro lado? Ten piedad, dímelo tú que no sales de tu aldea. Deletréame mi nombre en nuestra lengua.”

Y los ahorros, las carteras, los pingües estados de cuenta. Los he visto adelgazar hasta volverse nada, espejismos de aquello que un día fueron: la ilusión del caudal indestructible. Perdidos capitales a cambio de qué cosa: de ver y de saber y conocer. Pero, ¿qué?: la planicie de nuestra alma en otra tierra. Y, ¿a cambio de qué? Sólo de eso que llaman “tener mundo”.

¡Tener mundo!, ¡si es el mundo el que nos tiene! Leamos estas líneas del insólito Franz Kafka:

No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera. Pero ni siquiera esperes, quédate completamente quieto y solo. Se te ofrecerá el mundo para el desenmascaramiento, no puede hacer otra cosa, extasiado se retorcerá ante ti.

El mundo es ancho y en sus bordes se advierte una certeza: un paso más allá está el vacío que somos. Uno es el mundo y es nuestra alma, enclenque y apocada, quien le confiere forma y cuerpo. Deseos, ambiciones, futilidad, pedantería, son éstos los que dan a las cosas sus aires de importancia. No salgas, no te muevas, en la quietud potencia tus sentidos. Conócete, tú eres el mundo, nos sugiere un abogado gris desde su remoto cubículo de Praga. Franz, quien a pesar de sus deseos juveniles, no era, ni con mucho, un gran viajero, fue −como nos informa Max Brod en la emotiva, si bien tramposa, biografía de su amigo− algo menos y algo más que eso: un excursionista entusiasmado (“Lo que más nos interesaba en todas partes –apunta Brod− era nadar en el lago”). ¿De qué otra manera podría calificarse a alguien dispuesto a extasiarse, verano tras verano, ante la vista de los paisajes naturales de Suiza y el norte de Italia, pero capaz de renunciar a la calculada belleza parisina aquejado por un repentino ataque de caspa?

Los viajes ilustran ―dice un viejo adagio―, pero sólo la quietud ilumina ―nos revela el novelista checo, con los hombros nevados de amargura.