miércoles, abril 30, 2008

De qué nos acordamos...

[Georges Perec, Me acuerdo, prólogo, traducción y notas de Yolanda Morató, Berenice, Córdoba, España, 2006.)

Hace apenas año y medio, la editorial española Berenice publicó, en su primera edición en castellano, Me acuerdo, del genial cuanto disparatado Georges Perec, un prodigioso ejercicio de memoria que tiene como antecedente directo (nos informa Yolanda Morató, traductora a quien también debemos el prólogo y las notas de esta joyita) los I remember del novelista norteamericano Joe Brainard, una colección de apuntes en los que el escritor, al redactar recuerdos específicos de su vida y su época, fijó, también, una especie de memoria colectiva de un momento determinado de la historia estadounidense.

Perec, nos cuenta Morató, conoció la obra de Brainard gracias a Harry Matthews, uno de los participantes del mítico Ou.Li.Po (acrónimo de Ouvroir Littérature Potentielle, en español, Seminario de Literatura Potencial) del que el propio Perec era miembro señero y quien, agradecido por la revelación, dedicó a Matthews su Je me souviens.

Animado, pues, por aquellas páginas, el francés decidió emprender la expedición a sus propias mientes basado en un "principio [...] bastante sencillo: intentar sacar a la luz un recuerdo casi olvidado, no esencial, banal, común, si no a todos, por lo menos a muchos."

El resultado son cerca de 500 chispazos en apariencia anodinos cuyo conjunto, no obstante, representa uno de los ejercicios de nostalgia más bellos y entrañables que yo recuerde, un proceso de recuperación de un pasado íntimo, de la inocencia perdida, de la dolorosa experiencia que para el autor significó la Segunda Guerra Mundial, en la que perdió a sus padres, a la vez que de momentos históricos fundamentales como la propia Guerra, la fallida incursión estadounidense en Bahía de Cochinos o el 68 francés, por poner sólo tres ejemplos. Al igual que su precursor americano, Je me souviens funciona también como un retrato, o mejor, como una instantánea panorámica de un país, una generación y una época, de sus modas, sus costumbres, sus canciones, sus fetiches:



4

Me acuerdo de Lester Young en el Club Saint-Germain: llevaba puesto un terno de seda azul forrado con seda roja.
40

Me acuerdo del día en que capituló Japón.
179

Me acuerdo de que el día después de la muerte de Gide, Mauriac recibió ete telegrama: "El infierno no existe. Suéltate el pelo. Stop. Gide".

212

Me acuerdo de un actor mexicano que se llamaba Cantinflas (creo que era él quien hacía de Passepartout en La vuelta al mundo en ochenta días).
225

Me acuerdo de que Boris Vian falleció a la salida de la proyección de una película basada en su libro Escupiré sobre vuestra tumba.
304

Me acuerdo del juego "Enriquezca su vocabulario" del Reader's Digest.

415

Me acuerdo de las guerras de almohadas.
480

Me acuerdo

La anterior anotación, el último "me acuerdo" de la lista, no tiene un signo de puntuación que la concluya y, en cambio, viene seguida de la advertencia "(continuará...)". No sé hasta qué punto Perec se trazó el proyecto de continuar escribiendo sus recuerdos y publicarlos algún día o simplemente el de dejar abierta la invitación para que otros, sus futuros y potenciales lectores, emprendiésemos por nuestra propia cuenta el arduo rescate de la propia memoria, personal y colectiva, porque al final de los 480 recuerdos perequianos hay tres páginas en blanco en las que se nos advierte que, por deseo expreso del autor, el editor ha reservado ese espacio para que cada uno anote en ellas los "me acuerdo" que la lectura le haya sucitado.

Entusiasmado como suelo quedar después de la lectura de cada libro del excéntrico francés, ni tardo ni perezoso me he dado a la empresa de escarbar en mi memoria hasta encontrar 90 recuerdos para compartir con los improbables lectores de este espacio. Cabe aclarar que me he limitado a redactar casi exclusivamente recuerdos de una época y un lugar específicos: mi niñez, esto es, el período comprendido entre 1975, acaso el año del primer recuerdo que guardo, y el terremoto de 1985, que marcó tajantemente el fin de mi infancia; el lugar es la Ciudad de México y, de manera más localizada, la colonia Roma, en la que crecí hasta los 12 años. Espero que estas notas al vuelo sirvan al menos para refrescarle la memoria a más de uno y, por qué no, como una invitación a recuperar, cada quien, su pasado, del mismo modo que las páginas del libro de Perec lo han sido para mí.
VC


1. Me acuerdo de la mañana de un 19 de septiembre.
2. Me acuerdo del Cine Internacional y del Cinema 3, que estaban a la vuelta de mi casa.
3. Me acuerdo de las corcholatas.
4. Me acuerdo del breakdance.
5. Me acuerdo de La Vaca Negra, en la glorieta de Insurgentes.
6. Me acuerdo del tranvía que circulaba por Álvaro Obregón.
7. Me acuerdo de Niño Perdido.
8. Me acuerdo de las ballestas tirafichas.
9. Me acuerdo de que en la alberca de la Alberto Correa el agua siempre estaba helada.
10. Me acuerdo de los bustos de los Niños Héroes en el patio de la Secundaria 3.
11. Me acuerdo de que Zabludowsky dio la noticia de la muerte de Truman Capote y yo no tenía ni idea de quién era ese señor (aunque su nombre me pareció chistoso).
12. Me acuerdo de las copitas de yogurth Darel con la mascota del mundial de Argentina.
13. Me acuerdo de la fila interminable afuera del cine México para ver Rambo.
14. Me acuerdo del secretario de Hacienda, Jesús Silva-Herzog, que quería ser presidente y que saludaba cordialmente a todos en el Deportivo Chapultepec.
15. Me acuerdo de la explosión de San Juanico y de que esa mañana, en la escuela, no dejamos de oír sirenas de ambulancias y camiones de bomberos que corrían por Insurgentes.
16.Me acuerdo de la Estación del Metro Balderas.
17. Me acuerdo de que la Casa del Poeta era entonces una vecindad.
18. Me acuerdo de las batidas Boston.
19. Me acuerdo de Hungría 10-El Salvador 1.
20. Me acuerdo de un amigo de mi papá con el que fuimos una vez al estadio Azteca y que un par de años después murió en el terremoto.
21.Me acuerdo del accidente que sufrí mientras patinaba afuera del estadio de CU.
22. Me acuerdo de los zopilotes de Echeverría.
23. Me acuerdo de este verso que me enseñó mi abuela: "... decidme, niños, ¿qué es lo que pasa?", pero no puedo recordar el resto del poema.
24. Me acuerdo de "El león y el perrito", un cuento publicado por la editorial Progreso, de Moscú.
25. Me acuerdo de Naranjito.
26. Me acuerdo de la celosía de El Palacio de Hierro de Durango.
27. Me acuerdo de que la avenida Cuauhtémoc era de doble sentido y estaba dividida por un camellón.
28. Me acuerdo de la orquesta del maestro Chucho Ferrer.
29. Me acuerdo del secuestro del niño Arizmendi.
30. Me acuerdo de los Televiteatros.
31. Me acuerdo de los "chocolates Turín/ ricos de principio a fin."
32. Me acuerdo de Madaleno.
33. Me acuerdo de las ocho columnas de un periódico del mediodía que anunciaba: "HOY SE ACABA EL MUNDO".
34. Me acuerdo del oso (real) que bailaba afuera del Woolworth de Insurgentes.
35. Me acuerdo de que López Portillo inauguró la fuente de las Cibeles, en la hasta ese momento llamada glorieta Miravalle.
36. Me acuerdo de las Pizzas Peppino.
37. Me acuerdo del Ford Topaz.
38. Me acuerdo de que el jardín de niños Chapultepec estaba en la azotea de un estacionamiento en la colonia Doctores.
39. Me acuerdo de los Soldominios.
40. Me acuerdo del chico de muletas que al llegar a la secundaria subía inmediatamente a su salón para no entorpecer el avance de los demás alumnos. Por esa razón murió el día del temblor.
41. Me acuerdo de mi temor a los Panchitos.
42. Me acuerdo de Radio 590: La Pantera.
43. Me acuerdo de una película que vi en la televisión: El monumento, con Susana Dosamantes.
44. Me acuerdo de los tenis Dunlop.
45. Me acuerdo de una canción que decía: "... y agüita de coco,/ que está bien buena./ Y agüita de coco/ y nada más."
46. Me acuerdo de que un 13 de mayo (cumpleaños de mi tía Lety) un argelino le disparó a quemarropa a Juan Pablo II.
47. Me acuerdo del incendio de los almacenes Astor, en el centro.
48. Me acuerdo de "Blanco Blanco Blanco/ abarata la vida."
49. Me acuerdo de Olga Breeskin.
50. Me acuerdo de un departamento en el edificio Nuevo León.
51. Me acuerdo de que durante la carestía del 83 había que salir a cazar a la calle los camiones de leche Boreal.
52. Me acuerdo de la XEQK, la hora del Observatorio, Haste Haste.
53. Me acuerdo de Banrural, donde trabajaba mi padre.
54. Me acuerdo del Holiday on Ice, en la Arena México.
55. Me acuerdo de que era bueno en el Dig Dug, un juego de Atari.
56. Me acuerdo del autocinema Lindavista.
57. Me acuerdo de que enloquecí por un disco de Billy Joel llamado Glass Houses.
58. Me acuerdo de las playeras de toalla.
59. Me acuerdo de El Show de El Loco Valdés.
60. Me acuerdo de que en el verano de 1981, durante mis vacaciones en Chiapas, mi primo Coqui logró asustarme contándome que una tía medio pitonisa había predicho que en 1985 un temblor acabaría con el D.F.
61. Me acuerdo de aquel ridículo lema que decía: "De frente De la Madrid para presidente".
62. Me acuerdo de la captura de Caro Quintero.
63. Me acuerdo del Snoopy Pérez, del Zuly Ledesma y de Wendy Mendizábal.
64. Me acuerdo de "El pequeño patriota paduano".
65. Me acuerdo de que Juan José Arreola salía, con capa, en unos programas que me parecían aburridísimos.
66. Me acuerdo de La palabra canta.
67. Me acuerdo del Canal 8.
68. Me acuerdo de la final del mundial juvenil de 1983, cuando Brasil le ganó a Argentina con un gol de penalti y de que al terminar el partido, en la ceremonia de clausura, explotaron unos globos.
69. Me acuerdo de Agustín Barrios Gómez (y de que se me cerraban los ojos a la hora en que salía en la tele).
70. Me acuerdo de que vivíamos a la vuelta de la Secretaría de Comercio.
71. Me acuerdo de los bolillos de a peso.
72. Me acuerdo del robot 2XL.
73. Me acuerdo de la desazón que me invadía los domingos al comenzar DporTV.
74. Me acuerdo del incendio del Hotel María Isabel.
75. Me acuerdo de la leyenda infantil que atribuía a los Pitufos poderes diabólicos.
76. Me acuerdo de un álbum de estampas con personajes de Disney superpuestos a paisajes naturales o postales de ciudades.
77. Me acuerdo de un video en el que aparecía un tipo volando mientras tocaba el saxofón.
78. Me acuerdo de que mi madre trabajaba en una tienda llamada El Puerto de Veracruz.
79. Me acuerdo de los Delfines que fueron sustituidos por la Ruta 100.
80. Me acuerdo de los multifamiliares Juárez.
81. Me acuerdo de la Gotita Maravilla "que a sus guisos y ensaladas/ doy sabor de/ ¡¡¡mmmhhh!!!/ ¡Maravilla!"
82. Me acuerdo de que la primera telenovela que se vio en mi casa se llamaba Vivir un poco.
83. Me acuerdo de que en el cine Insurgentes 70 rompí el respaldo de un asiento carcajeándome con una película de la India María.
84. Me acuerdo de "¿A dónde vas?/ A General de Gas".
85. Me acuerdo del horroroso uniforme celeste de los agentes de tránsito.
86. Me acuerdo de los Valiant y las Combis que hacían de colectivos.
87. Me acuerdo del Sanatorio Lourdes.
88. Me acuerdo del coro de los Hermanos Zavala.
89. Me acuerdo de "Cuidado con el hilito", una broma que hacíamos a los transeuntes y que consistía en fingir que tendíamos un hilo a lo ancho de la banqueta y, al paso de cada peatón, repetir, precisamente, la frase "cuidado con el hilito". La mayoría de la gente mordía el anzuelo y pasaba la barrera ficticia con precaución extrema, tanteando el aire en busca del invisible obstáculo, alzando demasiado las piernas para no tropezar o agachándose exageradamente por no degollarse.
90. Me acuerdo del parque Alexander Pushkin, donde los vecinos del rumbo nos reunimos después del terremoto.

miércoles, abril 23, 2008

El viaje amargo (III)

3. Exploradores contemporáneos

La simple dicha: en su búsqueda se consumen periplos y fortunas, miles de horas en andenes y salas de espera, Caribdis y Escila del moderno hombre inquieto que va y regresa y vuelve a ir en pos de su propia plenitud, de aquella pradójica entelequia localizable en nuestro interior, más próxima y más lejana que cualquier urbe añorada:

Volver a una patria lejana,
volver a una patria olvidada
oscuramente deformada
por el destierro en esta tierra.
¡Salir del aire que me encierra!
y anclar otra vez en la nada.
La noche es mi madre y mi hermana,
la nada es mi patria lejana,
la nada llena de silencio,
la nada llena de vacío,
la nada sin tiempo ni frío,
la nada en que no pasa nada.

He aquí a un viajero de sí mismo, uno que no sueña en París ni Nueva York. Otra era la meta de Villaurrutia (quien sólo una vez dejó su tierra para vivir una breve temporada en la nada cosmopolita New Haven (EE. UU.) de los 1930), otro, su destino final. No ir sino volver, regresar a “la nada en que no pasa nada”, tornar, como el uróboros, al origen, uno metafísico, esa “patria lejana” y primigenia de la que fuimos desterrados, acaso la misma que vislumbró Franz desde la quietud extrema de su habitación.

Un paso fugaz por Londres y unas cuantas semanas en París le bastaron a Jorge Cuesta para percatarse de que, del otro lado de la mar océano, su desencanto vital era básicamente el mismo que en cualquier lugar:

El viaje soy sin sentido
―que de mí a mí me traslada―
de una pasión extraviada,
mas a un fin no diferido.

Como su amigo Xavier, Cuesta fue un consumado explorador de los oscuros territorios de su alma. Un intelecto capaz de discernir entre el desplazamiento anodino a través de las fronteras del orbe y la aventura extrema que al fin y al cabo representa la expedición a las tinieblas de la propia inteligencia.

Y qué decir de Ramón, capaz de fundar nuestra modernidad poética sin poner un pie fuera de la patria. Trashumante entre el convulsionado Bajío mexicano de las primeras décadas del siglo pasado y la entonces aún provinciana Ciudad de México, para domeñar las ansias del fútil viaje ultramarino, el poeta añora la posibilidad perdida del terruño idealizado:

Si yo jamás hubiera salido de mi villa,
con una santa esposa tendría refrigerio
de conocer el mundo por un solo hemisferio.

Moderno fray Luis, López Velarde predica la “descansada vida” familiar y pueblerina como antídoto contra las ilusiones nómadas:

Quiero otra vez mis campos, mi villa y mi caballo
que en el sol y en la lluvia lanza a mitad del viaje
su relincho, penacho gozoso del paisaje.

Corazón que en fatigas de vivir vas a nado
y que estás florecido, como está la cadera
de Venus, y ceniciento cual la madera
en que grabó su puño de ánima el condenado:
tu tarde será simple, de ejemplar feligrés
absorto en el perfume de hogareños panqués
y que en la resolana se santigua a las tres.

Corazón: te reservo el mullido descanso
de la coqueta villa en que el señor mi abuelo
contaba las cosechas con su pluma de ganso.

Si para Borges "cada gran escritor crea a sus precursores", no es menos aventurado pensar que todo gran maestro no sólo profetiza, con décadas o siglos de anticipación a sus desconocidos herederos, sino que, al mismo tiempo, es el reflejo de algún ignoto y lejano par: al igual que su contemporáneo eslavo, lo mismo que sus devotos sucesores mexicanos, López Velarde pondera ahí la quietud como una estética y una moral versus la vacuidad de buscar lo que se es en otro lugar:

¿Qué puede haber más allá que me haga falta? ¿De qué inédito sol me separan los océanos? ¡Qué no es el sol el mismo en todos lados!

viernes, abril 11, 2008

¡¡¡Importante!!!

[Interrumpimos brevemente la transmisión de El viaje amargo para presentar esta reseña recién aparecida en la revista tapatía Luvina, que en su número 50 estrena diseño y directorio. Pronto continuaremos con nuestra programación habitual. vc]

Para qué escombrar el cuarto

[Vivian Abenshushan, Una habitación desordenada, UNAM-DGE/Equilibrista (colec. Pértiga), México, 2007.]


También nos seducen las ideas:

Como esa mirada furtiva que descubrimos inesperadamente y a la que correspondemos con una mezcla de asombro e inquietud. Tal el guiño que nos incita no tanto a la transgresión cuanto a la valoración de su mera posibilidad. Igual que la sonrisa cómplice que el espejo del deseo repite en nuestro propio rostro: así nos seducen las ideas.

Las buenas ideas, quiero decir, aquellas que ―como el roce accidental en el que, no obstante, alcanzamos a percibir el umbral de una otra experiencia― ocultan el verdadero brillo de su grandeza detrás de una supuesta trivialidad, de su fingida insignificancia. Ideas nimias, digo, en la doble y contradictoria acepción del término: anodinas al tiempo que monumentales, formidables en su futilidad, grandiosas por su sencillez.

Precisamente a esta seductora categoría del pensamiento pertenecen los textos de Una habitación desordenada, primera y venturosa colección de ensayos de Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) en la que la escritora brinda una elocuente lección de inteligencia y estilo, a la vez que rescata para sus lectores un género que en los últimos cincuenta años ha sido de tal manera secuestrado por la crítica académica que a la sencillez de su nombre original ha tenido que añadir los redundantes términos literario, de autor o de creación para diferenciarse de impostores como la tesis, el estudio, el fárrago y el mamotreto.

De entrada y de salida, la autora pinta su raya al respecto: “Anatomía del disperso”, ensayo que abre este breve volumen, puede leerse, antes que como la apología del pensador sin sistema, como una declaración de fe en un género que nació, precisamente, de la dispersión de su creador y de su capacidad para, a partir de aquélla, escribir prácticamente sobre cualquier cosa que le viniera en gana. Al ensayar una descripción del disperso, Abenshushan no solamente anticipa la naturaleza de su libro, sino que ofrece a sus lectores un autorretrato intelectual:

… Su mirada, microscópica y abismal, le hace experimentar la infinitud en cada uno de sus atisbos y, por eso, concibe el mundo como un nudo de nudos en el que cada hecho singular, cada astilla inocua, cada brizna de acontecimiento, condiciona a otros y es modificado por ellos. El disperso nunca puede ir al grano, porque a cada paso descubre asociaciones insólitas entre las materias más diversas, semejanzas, giros, excepciones…

Por su parte, “Contra el ensayista sin estilo”, el texto final del libro, contiene las coordenadas del mapa propio que la escritora se ha hecho para transitar por un género en el que se mueve como pez en el agua:

Como cúmulo de erudición y paráfrasis ostentosas, el ensayo no se me presenta más que como un objeto obsolescente. [...] Informal, diverso, inacabado, el ensayo divaga sin proponerse dar con una verdad general, pero sin renunciar por eso a encontrar una verdad íntima, particular. [...] El ensayista no propone soluciones totales, sino puntos de partida, anuncios destinados sólo a aquel que estuviera en la disposición de retomar lo inconcluso. [...] El ensayo es un paseo, o mejor: una deriva, es decir, una excursión fortuita, imprevisible y llena de riesgo a través de zonas poco exploradas del pensamiento. [...] el ensayo es el trayecto, no la llegada.

A esto se refiere, precisamente, el poeta Luis Jorge Boone cuando, en una reseña aparecida recientemente en la revista Letras Libres, sugiere que Una habitación desordenada contiene sus propias claves de lectura. De hecho, al tiempo que elucubra sobre la naturaleza de sus espacios entrañables, de actividades espiritualmente edificantes como hacerse piojito o de accidentes como el tropezón y la ulterior caída, Vivian Abenshushan construye una poética (¿o deberíamos decir, mejor, una ensayística?) tan íntima como ese aposento mental que según Franz Kafka “todo hombre lleva adentro” y al que se nos invita a pasar para, ante nuestros ojos azorados, demostrarnos que ahí ―que así―, sin armonía ni concierto aparentes, cada cosa está realmente en el lugar que le corresponde:

Como en aquella canción ochentera de Radio Futura, tampoco hay error en el caos de ese cuarto revuelto en el que los objetos se ordenan de acuerdo con la mirada conjetural y según los propios intereses discursivos de su habitante cotidiana.

Lectora devota de Perec, Abenshushan, al describir su temor a los insectos o al recordar con nostalgia las escaleras del edificio de su infancia, renuncia a la voluntad taxonómica de aquél para, en cambio, profesar su adhesión a las disparatadas y titánicas empresas personales, esto es, íntimas e intransferibles, del francés:

Así, una cierta historia de mis gustos (su permanencia, su evolución, sus fases) se inscribirá en este proyecto. Con mayor precisión, se tratará una vez más de un modo de delimitar mi espacio, de una aproximación algo oblicua a mi práctica cotidiana, un modo de hablar de mi trabajo, mi historia, mis preocupaciones, un esfuerzo para asir algo que pertenece a mi experiencia, no en el nivel de sus reflejos lejanos, sino en el corazón de su emergencia.[1]

“Al auténtico grande se lo ve detrás de cien misiones vulgares”, escribió el ex futbolista y hermeneuta del balompié Jorge Valdano. Y qué actos más vulgares, en el sentido de comunes, populares y difundidos, que rascarse la cabeza, tirarse un chapuzón en la piscina o azotar en plena calle. Reacia a la pedante y a menudo infructuosa sabiduría del soberbio especialista, al desentrañar la naturaleza de esos hechos anodinos, Abenshushan es capaz de camuflar su erudición detrás de un humor corrosivo que a menudo hace blanco en ella misma. Semejante al orquestador que oxigena pelotas antes de repartirlas prudente, sabiamente, para que a otros les quepa la gloria del gol o la jugada de sexto año, entre los afanes sublimes del poeta (ganar un premio) y las pretensiones de celebridad ―aunque al fin y al cabo prosaicas― del narrador (ganar un premio, pero mejor dotado), nuestra autora se impone tareas de menos lustre: pensar y explicarse el mundo. Aunque, ojo: al hacerlo no renuncia a las herramientas del relato y la poesía (no podría hacerlo quien, según propia declaración, en los albores de su escritura componía también versos y cuyo volumen de cuentos El clan de los insomnes obtuvo el primer lugar en un certamen nacional hace algunos años). Así, las páginas de Una habitación… están colmadas de precisos relatos de la vida personal de la autora al mismo tiempo que de admirables perlas poéticas, como cualquiera de esos agudos aforismos denominados “Cáscaras impuras” o como estas tres, halladas en una misma página, que bastarían para equipararla con el mismísimo Ramón Gómez de la Serna: “… la alberca, red de húmeda tela”; “… el cuerpo sin músculos del agua”; “…la alberca se aburre. Se aburre de su falsedad”.

Porque la suya es una prolongada lección de estilo muy cercana a la perfección, puede sorprender al ojo quisquilloso el hallazgo de ciertos ripios, acaso un par de patinazos gramaticales ―menores si los consideramos frente al conjunto de la obra― de una escritora llamada a ser una de las ensayistas más notables no sólo de su generación sino de la tantas veces inflada nómina nacional. Pero nadie, como dicen, es perfecto, y antes de reprocharle a la autora estos descuidos ―atribuibles también al editor del libro―, habría que agradecerle la lucidez de sus argumentaciones y la elegancia con la que bucea en la superficie de las cosas y los hechos cotidianos.

_____________________________
[1] Georges Perec: “Notas sobre los objetos que ocupan mi mesa de trabajo”, en Pensar/Clasificar (tr. de Carlos Gardini), Gedisa, Barcelona, 1986, p. 21.

jueves, abril 03, 2008

El viaje amargo (II)

2. Arriaga, city of the World


El viajero que desde la Ciudad de México se dirige hacia Tapachula por la Carretera Panamericana se encontrará, luego de unas nueve o diez horas de bochornoso camino, con Arriaga, primer municipio de la costa chiapaneca después de la porción oaxaqueña del Istmo de Tehuantepec, región con la que comparte no sólo una primavera calurosa y un verano de aguaceros bíblicos, sino tradiciones que atañen lo mismo a la alimentación que a la música o a las celebraciones familiares y que hacen de éste una especie de poblado transitorio entre el mencionado istmo de Oaxaca y el Soconusco, la amplia región agrícola y ganadera de la costa de Chiapas a la que el insigne D. Alfonso Reyes se refirió en uno de sus cuidados relatos.

Hasta finales de los años setenta del siglo pasado, gracias a su ubicación estratégica en la ruta del Ferrocarril Panamericano, Arriaga fue un centro neurálgico para el intercambio comercial de la región con el centro del país, una población que exhibía una discreta prosperidad resultante de la actividad económica que allí se desarrollaba. A golpe de crisis recurrentes y con el abandono del tren como principal vehículo de comunicación y abastecimiento de la zona, la villa fue cayendo en una morosa decadencia que la convirtió en un paraje cuasi desolado y, consecuentemente, en el peligroso sitio de trasiego humano que es hoy en día: un pueblo-dormitorio para los inmigrantes centroamericanos que buscan cruzar desde ahí el país para alcanzar el American Dream; la base de polleros que, a cambio de sumas abusivas, enganchan a los indocumentados con la promesa sin garantía de llevarlos hasta la frontera con los Estados Unidos; lugar de reunión y asaltos de los ilustrados pandilleros de la Mara Salvatrucha; refugio ―se dice― de células del narcotráfico nacional.

Fue en ese lugar donde pasé, año tras año, los veranos de mi infancia. Habitante de un barrio de la Ciudad de México en el que abundaban los cines, los parques y, sobre todo, los amigos, las vacaciones en mi pueblo representaban una acalorada pausa entre ciclos escolares, una forzosa invitación a la calma en la casa de los abuelos maternos. No había mucho que hacer ahí para el soberbio e insolente niño urbano que yo era a la sazón. A 40 minutos de la playa, el placer de meter los pies en la arena dependía por completo de la decisión de los mayores y, a lo mucho, se reducía a un par de días. Mis principales entretenimientos consistían, entonces, en ir a remojarme al río (pero yo no sabía nadar y un par de veces estuve a punto de ahogarme ahí); desear en secreto a alguna prima; temperar un poco aquel calor bajo el grueso chorro que, en los días de tormenta, caía del alero del tejado; mirar desde la hamaca las filas de hormigas que cruzaban la casa; esperar la caída de la tarde para ir al parque central a tomar un par de sodas con nieve de vainilla; y, ya muy aburrido, devorar las pilas de Selecciones del Reader’s Digest que mi abuelo coleccionaba… Eso y acudir de tarde en tarde a visitar a los niños Casahonda.

Provenientes de Toluca, los hermanos Casahonda pasaban, como yo, las vacaciones en casa de sus abuelos. Cada verano, ante el inminente arribo de sus nietos, el entusiasmado patriarca repetía uno de los gestos de amor más extravagantes de que tenga yo memoria: bajo la ceiba enorme de su patio mandaba vaciar un camión de volteo repleto de arena para que los chicos se solazaran en un lodazal del tamaño de su infancia. En todos los años de veraneo en el terruño, fui a aquella casa sólo unas cuantas veces; sin embargo, guardo en la memoria las tardes que pasé construyendo carreteras o mojándome a manguerazos bajo aquel árbol como uno de los recuerdos más felices de mi infancia, así sea por mero contraste con el del tedio que me invadía mientras esperaba la próxima visita a ese solar.

Hacia mediados de los años ochenta, en uno de los últimos veranos de su niñez ―los hermanos rozaban peligrosamente los 12 años―, el padre de aquellos amigos ocasionales lanzó una propuesta que les heló la sangre. Era tiempo de que los polluelos comenzaran a aletear para, más pronto que tarde, alzar ellos mismos el vuelo. Debían conocer otras costumbres y a otra gente, ensanchar su panorama, “tener mundo”. Por eso, aquel verano no habría más Arriaga: irían a Londres a aprender inglés. “¿Y perdernos nuestras vacaciones en Chiapas? ¡¡¡Jamás!!!”, profirieron tajantemente. Y no fueron, pues, a Inglaterra, no al menos en esa ocasión.

Debo confesar que durante años me intrigó el excéntrico proceder de aquellos chicos. Simplemente no encontraba ninguna explicación sensata a su actitud: ¿Qué podía tener el pueblo caluroso y aburrido para desdeñar el viaje trasatlántico? ¿Qué les ofrecía a esos niños la polvosa Arriaga que no pudieran encontrar en la cosmopolita capital británica? Ahora lo sé: la simple dicha.