lunes, septiembre 29, 2008

So long, Newman

Paul Newman
(Shaker Heights, Ohio, 26 de enero de 1925-
Westport, Connecticut, 26 de septiembre de 2008)

Nada más natural que un ser humano muera si, a fin de cuentas y como dice una canción, "para morir nacimos". Cuando quien la palma es un anciano, venerable o no, la cosa pasa de aquella naturalidad a lo francamente obvio, predecible y hasta esperable (si bien no siempre deseable). Por eso me sorprendió un poco la reacción un tanto desmedida de los medios de comunicación, en particular de aquellos que dedican su tinta y su saliva a la farándula, ante la muerte de Paul Newman, comentando el deceso del actor octogenario, aquejado desde hace algunos años por un cáncer de pulmón, como si se tratara de la sorpresiva y repentina muerte del malogrado James Dean.

―¡Qué le vamos a hacer! ―le dije a mi madre, ferviente admiradora de la mirada azul del nativo de Ohio―, si me he de morir yo, que soy tu hijo, que no se muera Paul Newman. ―Pero lo cierto es que ya quisiera yo la apostura y la mirada seductora de Butch Cassidy para salir a pasear cualquier fin de semana.

De Newman no guardo demasiados recuerdos. No puedo decir que sea un gran conocedor de su filmografía ni un arrobado admirador de su técnica actoral (como sí lo fui, durante una buena temporada, de la de Robert de Niro), lo que me queda de él son, a lo mucho, algunas vagas remembranzas tangenciales:

Alguna vez leí, en una de esas revistas especializadas en el Show Business, que a sus sesentaitantos años el galán otoñal se procuraba abluciones en una bañera llena de agua con hielos para conservar su lozanía (y para pescar, me imagino, las afecciones pulmonares que finalmente lo llevaron a la tumba). Después de leer semejante nota, lamenté francamente vivir en un departamento de interés social con apenas una regadera de 1x1 m.

Durante la calurosa primavera de 2001, pocos meses antes de que naciera mi hija, mi mujer y yo adquirimos la malsana costumbre de rentar películas de Hitchock (me imagino que para ir acostumbrando a la niña, in utero, a las emociones fuertes). En una de esas nos tocó ver La cortina rasgada, el famoso thriller de la Guerra Fría, una de las películas menos emocionantes del llamado Mago del Suspenso. A mitad de la cinta me quedé dormido y soñé que Newman me perseguía por las callejuelas de alguna ciudad inidentificable del este europeo, digamos que entre Varsovia y Praga. Desperté sintiéndome Gregor Samsa en el aire estancado de aquella habitación primaveral.

Mi madre, sus hermanas y otras de mis tías por línea materna, todas ellas casadas con hombres particularmente feos, vivían obnubiladas por la masculina belleza de un su primo (sic), quien a los cuarenta años había adquirido el aire de interesante madurez del actor estadounidense: ojos azules, cabello prematuramente blanco, angelical sonrisa de perdonavidas. Agobiado ―supongo― por la excesiva presión del incesto latente, el tío Tito murió de un infarto antes de cumplir los cuarenta y cinco.

Un día, allá por 1986 u 87, mi padre me llevó al viejo cine Pedro Armendáriz ―donde hoy se erige un complejo Cinemark, junto al Centro Nacional de las Artes, en Río Churubusco― a ver El color del dinero, unó de los filmes más flojos que yo le recuerde a Martin Scorsese, con Newman y Tom Cruise en los papeles principales. Imagino que mi progenitor deseaba aprovechar la ocasión que le brindaba una de esas historias de "aprendizaje", en las que un hombre maduro vuelca su cúmulo de experiencia y sabiduría sobre un joven y petulante novicio, para darme, a los trece o catorce años, algunos consejos para la vida. Como quiera que haya sido, de mi papá sólo heredé el gustó por las cubas de ron Bacardí blanco y, acaso influido por aquella película, me dediqué durante un tiempo a frecuentar los billares del sur de la Ciudad de México, con resultados más bien cuestionables.

Mi esposa, que no está casada precisamente con un Paul Newman ―digamos que con un Yul Brynner region 4― guarda en algún lugar, como si fuera el retrato de un antiguo novio muerto en la guerra ―este fin de semana, por cierto, leí que nuestro actor peleó, muy joven, en la segunda guerra mundial ―una postal con la foto del rubio protagonista de La gata sobre el tejado de zinc caliente. Debo confesar que yo mismo se la regalé hace muchos años, cuando aún éramos muy jóvenes para saber que terminaríamos durmiendo en la misma cama. A veces pienso que algún día ella me recordará con ese rostro.

jueves, septiembre 25, 2008

Richard Wright: inventor de atmósferas

Víctima de cáncer, Richard Wright
(Londres, 28 de Julio de 1943-15 de septiembre de 2008)
murió hace diez días, a la edad de 65 años

"Yo vengo del mundillo del jazz, esa es mi música favorita, mi fuente de inspiración", afirmaba Richard Wright al explicar cómo cierto acorde hallado en Kind of Blue, una de las tantas obras maestras de Miles Davis, le inspiró un acorde de "Breathe", el tema incluido en la Octava Maravilla que son esos 43 minutos titulados The Dark Side of the Moon.

La declaración no resulta del todo extraña si pensamos en una banda como Pink Floyd, tan proclive a la improvisación instrumental y a los jams kilométricos con que solía llenar caras enteras de sus álbumes de principios de los años 70. Bastaría, para constatar la verdad de tal afirmación, escuchar nuevamente, por ejemplo, el momento más álgido de aquel LP de 1973, "The great gig in the Sky", y prestar atención a la forma conmovedora en que Clare Torry se desgañita sobre una partitura del tecladista, una serie de variaciones sobre una elegante y hermosa base pianística a la que se suman paulatinamente una guitarra wah wah, el órgano del propio Wright y la sección rítmica de la banda, y que sube de tono hasta alcanzar un estallido tonal equiparable a las figuras sucesivas de un calidoscopio o a esas formas caprichosas que atisbamos al tallarnos los ojos cerrados.

Hay ahí, ciertamente, una empatía con el free jazz y con las aventuradas exploraciones que pocos años antes había emprendido el propio Miles con Bitches Brew. Pero algo más hay en esa pieza: el instinto domeñado por el genio... domeñado no, digamos que apenas temperado, el olfato creativo sujeto a la flexible cadena de la inteligencia.

Habitualmente soslayado lo mismo ante el genio lírico y el protagonismo de Roger Waters (quien, de hecho, lo despidió del grupo luego de la grabación del sobrevalorado The Wall) que ante el virtuosismo interpretativo de David Gilmour, e incluso frente a la estrella trágica de Syd Barret, Wright fue, sin embargo (como Harrison con los Beatles, John Paul Jones en Led Zeppelin o John Entwistle con The Who), una pieza fundamental en cualquiera de las alineaciones de Pink Floyd. Es curioso enterarse, por ejemplo, cómo fue él quien sugirió, ante la falta de acuerdo para elegir una portada efectiva para iluminar El lado oscuro de la luna, una que fuera "sencilla, atrevida y llamativa". El resultado fue uno de los iconos más identificables de la historia del rock: un prisma (un triángulo, en realidad) atravesado por un rayo de luz que, al salir de la figura geométrica, forma un arco iris. (Un emblema sólo equiparable a la lengua de los Stones o al dirigible de Zeppelin).

Podría decirse que Pink Floyd es un cúmulo de atmósferas musicales, y eso, en buena medida, se debe al talento de Wright. Quien lo dude, que trate de imaginar, por poner un solo ejemplo, "Shine on you Crazy Diamond" sin su extensa introducción de órganos y sintetizadores, sin esos demorados efectos de sonido.

Para quien crea que Richard Wright era solamente un músico competente sin grandes capacidades líricas, hay una canción esperándolo en el Atom Heart Mother (1970), se llama "Summer '68" y habla de esos (des)encuentros azarosos que a veces nos regala la vida. Es hermosa.

domingo, septiembre 21, 2008

Noche cerrada


Yankee Stadium:
frasco lleno
de luciérnagas.

Francisco Hernández

viernes, septiembre 19, 2008

23 años después...

El niño que yo era caminaba cada día las cinco cuadras que separaban la Escuela Secundaria Diurna N° 3 "Héroes de Chapultepec", en la colonia Juárez, de su hogar, un modesto departamento alquilado, en la primera calle de Durango, entre Morelia y la avenida Cuauhtémoc ―en la vecina colonia Roma―, donde había vivido durante casi todos sus 12 años con sus padres y su hermana.

Sin esforzarme demasiado puedo verlo aquel amanecer, providencialmente cálido para ser el de un jueves de septiembre, llegando con temor y parsimonia a la esquina de Morelia y la avenida Chapultepec y atisbar, a unos 100 metros de ahí, el edificio de la secundaria, a la que había ingresado hacía poco más de dos semanas. Al mirar la construcción se le hizo un nudo en la garganta: era día de laboratorio de biología ―sobre el uniforme, vestía la bata blanca que cada fin de semana le almidonaba su abuela― y él, en ese preciso instante, recordó que tenía que llevar dos peces para ser diseccionados hacia el mediodía. Recordó, también, que no había hecho una tarea de civismo sobre los símbolos patrios. Temió que sus compañeros de equipo del laboratorio le recriminarían su olvido, chingándolo hasta hartarse, y que Vera "La Calavera", una momia encargada de hacer de ellos unos mexicanos responsables, lo pondría en ridículo frente a toda la clase. Por un instante le cruzó por la cabeza la idea de no torcer por la avenida Chapultepec, sino seguir derecho hasta llegar a la Zona Rosa y perder ahí el tiempo hasta que fuera hora de volver a casa. Pensó también en regresar sobre sus pasos hasta la calle de Puebla y refugiarse toda la mañana en casa de su abuela. Sabía que ella lo amaba lo suficiente como para no hacer demasiadas preguntas y, en todo caso, se limitaría a extenderle algún reproche cargado de complicidad. No podía, por ninguna circunstancia, volver a casa y tratar de explicarle a su mamá que había olvidado hacer la tarea. Las cosas iban tan mal entre sus padres, que no quiso correr el riesgo de exponerse a una reprimenda que, si no peor que las que recibiría en la escuela, podría ser igual de dura.

No hizo nada de eso, simplemente dio la vuelta para tomar la avenida y se aproximó lentamente al edificio escolar, perdida ya la ilusión que apenas 10 0 15 días atrás le provocaba ser, por fin, un alumno de secundaria, después de unas vacaciones gastadas estudiando para aprobar, con una de las calificaciones más altas de entre todos los aspirantes, el examen de admisión. De repente, esa mañana de un jueves que comenzaba con la promesa de ser soleado y apacible, descubrió que aquella ilusión comenzaba a desvanecerse, que la escuela empezaba a no gustarle, que le costaba trabajo concentrarse en tantas clases y cumplir con todas sus responsabilidades. Atravesó la reja y el vestíbulo del plantel y entró al patio sin desear, pero esperándolo, algún milagro que lo salvara de aquel angustiante día de escuela que ni siquiera terminaba de arrancar.

Buscó a Mauricio y al resto de sus amigos entre los grupos de estudiantes (todos varones). Alguien cuyo nombre he perdido en la memoria lo recibió con un zape de rigor. Él le contestó con una patada. Seguramente rieron. Recuerdo que saludó a Mauricio, su mejor amigo desde los días de la primaria, pero a estas alturas no sé qué hayan podido decirse. Seguramente él le comentó lo de los peces y la tarea de Vera. Pero tal vez no.

Recuerdo que el niño que yo era aún, todavía a esa hora, miró por última vez al muchacho de tercero, el de las muletas, subiendo las escaleras antes que el resto de los alumnos, como hacía cada mañana para no entorpecer el avance de las hordas hacia sus salones. Y me acuerdo también de cómo un instante después vio al Tío, el usualmente elegante prefecto de aquella secundaria, atravesar el patio para tocar la campana cuyo tañido ordenaba a los chicos que se formáran en filas para comenzar a subir a las aulas al ritmo de alguna música marcial que, diariamente, tocaba la banda de guerra.

En ese instante habitual y anodino, mientras veía a aquel hombre de traje oscuro cruzando el patio, el niño que fui comenzó a escuchar el murmullo: era un rumor que nació a unos metros de donde él estaba parado en corro con sus amigos y que se propagó rápidamente hacia todos los extremos del solar. Un segundo después identificó la causa: "está temblando", le confirmó alguno de sus compinches con una sonrisa menos nerviosa que expectante. Se sumaron de inmediato a aquel murmullo ascendente hecho de gritos y risas. Gritos proferidos por centenares de jóvenes varones que imitaban burlonamente, mofándose, los alaridos que lanzan las niñas al asustarse. Puedo afirmar que en aquel momento no llegaba aún el miedo a ese patio, donde privaba un aura de comunión ―como la que hacía una semana se había dado cuando alguien lanzó al aire una botella de plástico para empezar una batalla en la que, dos o tres minutos después participaba ya toda la escuela― que crecía entre carcajadas a medida que el vaivén del suelo subía de intensidad. En esos momentos, felizmente mareado, el niño francamente no entendía por qué su madre se alarmaba hasta el límite de la histeria cada vez que temblaba, ni por qué razón salía corriendo del departamento, con él y con su hermana sujetos de sus manos, mientras los padrenuestros y los avemarías se confundían con los regaños de su padre, que pedía serenidad y paciencia. Lo entendería un parpadeo después:

No supo en qué momento aquello dejó de ser divertido ni quién fue el primero en callar, pero, en todo caso, el contagio fue inmediato: las risas y la gritería se apagaron en un instante y les siguió, como ordenado por un invisible director de orquesta, un silencio repentino... no sepulcral, no absoluto: era un silencio en medio del estruendo que ―podía escucharlo, sentirlo subiendo por su cuerpo, haciéndole un hueco en el estómago, estallándole en la cabeza― nacía y se multiplicaba debajo de sus pies y ganaba altura, haciendo ondular el piso y crujir la estructura de la construcción hasta hacer estallar sus vidrios en un orden pasmoso: en filas, uno a uno, de abajo hacia arriba: primero los de la biblioteca, en la planta baja y luego el resto, piso por piso hasta llegar al tercero.

El niño que fui dejó caer el portafolios con sus cuadernos y dio uno o dos pasos atrás, tratando de alejarse de aquel peligro, confundido entre una masa de cuerpos que se empujaban para abrirse paso y tratar de ponerse a salvo replegándose hacia el fondo del patio escolar, una especie de trampa rectángular rodeada de edificios por los cuatro costados (más tarde, escucharía el relato de los que, pegados a los muros, fueron bañados por el agua que cayó de los tinacos de los edificios vecinos). Debió de haber sido aquel, el instante entre el primero y el segundo de aquellos pasos, cuando todo terminó de ocurrir, cuando todo empezó a pasar:

Pensé en un bombardeo. Recordé aquellas imágenes en blanco y negro de la segunda guerra mundial que veía en la televisión: los edificios londinenses desmoronándose ante el asedio de la Luftwaffe... las construcciones de Berlín cayendo ante el estallido de las bombas aliadas... El concreto, su sólida certeza, cediendo frente a una fuerza inesperada, desconocida. Y adentro de mí, algo que también se derrumbaba.

CODA

Quedarnos en la Ciudad de México, en una zona devastada, sin servicios, escuelas ni medios de comunicación, era difícil. Algunos días después, luego del segundo sismo, mi mamá, mi hermana y yo partimos en un autobús rumbo a Chiapas, donde la familia materna nos recibió con lágrimas en las que se mezclaban la dicha de sabernos vivos y la tristeza de imaginar por lo que habíamos pasado junto con tanta gente. Volvimos al D.F. en un par de meses, a tratar de retomar el curso de nuestras vidas. En esa inercia, nos cambiamos al sur, a Coyoacán, en enero de 1986. Mis padres terminaron por separarse al día siguiente de la mudanza. Un mes antes, en una posada en el callejón de Morelia, besé por primera vez a una niña (no recuerdo su nombre). Acabé el primer año de la secundaria en las heladas aulas prefabricadas que la 3 ocupó durante una buena temporada cerca del metro Balderas. Durante ese ciclo escolar terminé por convertirme en el pésimo estudiante que ya avizoraba aquel jueves el niño que fui. En el verano del 86, después del mundial de futbol que ganaron Argentina y Diego Armando Maradona, entré a hacer segundo en la secundaria 35, en Coyoacán. Ahí tuve una novia y conocí a varios de mis amigos más queridos. Algunos cuantos lo siguen siendo hasta hoy. Por cierto, Mauricio, a quien conocí en primer año de primaria y quien compartió conmigo la experiencia de aquel septiembre de 1985, sigue siendo, como hace 29 años, mi mejor amigo. A él le dedico estos párrafos.

A veces pienso que, puesto a escoger, habría elegido decir adiós a mi infancia de un modo menos abrupto, atroz y amenazante, pero también creo que, a fin de cuentas, todo cambio termina por ser abrupto y amenazante, si bien no necesariamente atroz. A menudo, cuando volvía a aquella mañana de septiembre, pensaba en la pertinencia de poner esos recuerdos por escrito: ¿Es realmente necesario? ¿Creo que de esta manera voy a exorcisar mi dolor y mis temores? ¿A alguien más que a mí ―y a mi terapeuta, tal vez― puede interesarle todo esto? La respuesta es no. ¿Para qué exhibirme, entonces, de esta manera? No lo sé, pero esta mañana, 23 años después, mientras veía en el noticiero la bandera izada a media asta y escuchaba a la banda de guerra interpretando una marcha solemne en medio del silencio sepulcral que reinaba en el Zócalo de la ciudad herida, me descubrí llorando, repentinamente envejecido y dueño de un cúmulo de recuerdos que, con todo, no quisiera olvidar.

VC

En la primera imagen: Escombros de la secundaria 3.
En la imagen de la derecha: Ruinas del edificio de la Secofi, en la avenida Cuauhtémoc, a la vuelta del que vivía el niño que yo era.

miércoles, septiembre 17, 2008

El quinto escarabajo

(fábula checa)
Para "El Flaco" Uribe


goyito samsa soñaba con ser el quinto beatle / un beetle marginal / si bien notorio / (por decir / : / menos que George y más que Ringo)

curtido en su moderna condición de bicho raro / dejó crecerse el joven los pelos y la barba / y patillas de genuino escarabajo

gastaba largas horas el muchacho / rascando en su guitarra / acordes que sonaban más a Zappa que al Cuarteto / mas no quería gregorio parecerse a The Mothers of Invention / porque él seguía soñando / con ser el quinto beatle

(por su parte la familia / los vecinos la novia la mucama / lo miraban de reojo / igual que quien tolera / el zumbido de la mosca en un almuerzo)

mas héte aquí que una mañana / gregorio samsa despertó sin su coraza / : / adulto ya / maduro y responsable / quemó sus naves / cortóse la melena y las agallas / sentó cabeza / casó con una dama / siguió al pie de la letra / los consejos de su padre / así que se asoció / con un señor de nombre Pancho Kafka

y prosperó / e hizo fortuna en el mundo de las letras / (tan arduo que es hacerse de un nombre en el negocio) / y esparció por el mundo su simiente / y triunfó y fue por fin Gregorio Samsa

(aunque en el fondo no dejó / de ser un bicho raro / porque él sólo soñaba / con ser escarabajo)


[Esta fábula aleccionadora está incluida en el volumen Nosotros que nos queremos tanto. Poesía contemporánea de México, EBL, ICC, Conaculta, México, 2008. Poetas invitados por orden de aparición: Ernesto Lumbreras, Carla Faesler, León Plasecencia Ñol, Minerva Reynosa, Rodrigo Castillo, Julián Herbert, Víctor Cabrera, Amaranta Caballero, Luis Felipe Fabre, Mónica Nepote, Sergio Ernesto Ríos, Rocío Cerón, Ángel Ortuño y José Eugenio Sánchez]

jueves, septiembre 04, 2008

El infierno tan medido

Eduardo Uribe, Infiernos particulares,
UNAM/Dirección de Literatura (Ediciones de
Punto de partida, Núm. 4), México, 2008.



“El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”, reza aquel adagio destinado a demostrar que, tratándose de rutas eficaces rumbo a la condenación, es siempre mejor recurrir al concreto asfáltico de la mala leche. Así parece haberlo entendido Eduardo Uribe, quien en las diez historias que componen estos avernos de su opera prima, condena a sus creaturas a caídas morales que, tras la corrección de una prosa exacta, contienen la cicuta de la ironía y el desencanto de un autor que, a pesar de su juventud aparente, sabe bien que “nuestros actos son una mezcla amarga de malentendidos y enmiendas”, los cuales difícilmente nos conducirán a ningún paraíso como no sea uno baudelaireano: efímero y artificial.

Si cada escritor es una morosa acumulación de de los fantasmas ilustres que lo precedieron, en la mayoría de estos cuentos es posible identificar sin mayor dificultad la sombra de múltiples antecesores, pero, principalmente, la enorme de Jorge Luis Borges. Nada de qué extrañarnos si consideramos que el insigne porteño es un referente obligado de las letras universales, uno de esos inagotables “fundadores de discurso”, como los llamó Michel Foucault, y que funcionan lo mismo como arquetipo que como antimodelo de una literatura.

En un artículo publicado recientemente en una revista, Uribe ha escrito estas líneas acerca del lugar común: “… la literatura, como la vida, se hace de cosas que van y vienen, y a veces, sólo por el tiempo y el espacio, cambian de forma y se presentan como nuevas y distintas”. Esta afirmación cobra sentido cuando la aplicamos a su propia obra: ya desde el “Informe de la Escuela del Sufrimiento”, pórtico de estos infiernos, el autor evidencia su afición y su deuda al culminar su relato con una de esas minuciosas enumeraciones caóticas a las que Borges era tan afecto y cuya referencia inmediata son las visiones de “El Aleph”. Porque según declaración de Adolfo Bioy Casares “buscar la originalidad es el camino más seguro para no encontrarla”, Uribe se desentiende de antemano de esa empresa estéril para asumir la búsqueda consciente de referentes e influencias a los cuales asir su prosa, y de esta manera hacer uso del método narrativo que mejor conviene a sus argumentos: la suplantación.

Baste como ejemplo ese relato fragmentario que lleva por nombre “La abdicación”, y que ya desde el título define aquella poética. Allí, el narrador se calza la máscara del impostor para [de]mostrarnos que, a pesar de los tan a menudo estruendosos gestos refundadores de sus coetáneos, y como ya nos lo ha hecho notar su precursor argentino, todo es reescritura. En pleno siglo XXI, este Menard rocanrolero se finge una resentida feminista neoyorquina con apellido de empresa llantera, un pedante estructuralista parisino y un lamentable crítico latinoamericano de izquierda, quienes a su vez glosan y completan, cada uno llevando agua al molino de su respectiva escuela analítica, el olvidado ―y a todas luces apócrifo― relato oral transcrito por un oscuro escriba del siglo XI y traducido al español por, faltaba más, Rafael Cansinos Assens. La conclusión de aquel relato primigenio resultará, sugiere Uribe ―o el glosador por quien se hace pasar―, más sencilla y más compleja de lo que suponen sus diversos comentaristas, y al final de este juego de máscaras sólo encontraremos una oquedad ―el agujero post posmoderno― que corresponderá llenar a cada uno de nosotros.

Eduardo Uribe acepta, así, la condición fantasmal en la que él mismo diluye su propia autoridad. Para él la literatura es, antes que un monolito inamovible de nombres y corrientes, una vasta galería poblada de referentes posibles por la que transita no como el turista que asiente con respeto frente a cada obra, sino como el visitante frecuente que, estudiando cada paisaje con detenimiento, se apropia de aquellos detalles que mejor le van al suyo propio.

En el museo literario de los vocablos infamantes, el término manierista ha acumulado a lo largo del tiempo una rémora peyorativa de la que me gustaría despojarlo para volver a su origen etimológico, esto es, a la alocución italiana alla maniera que inicialmente definió a una de las escuelas pictóricas renacentistas, caracterizada ―nos recuerda la RAE― por la expresividad y la artificiosidad de ciertos artistas que pintaban precisamente “a la manera” de los grandes maestros de la época. En este sentido el adjetivo me parece oportunamente atribuible a su autor, en tanto que observo en él ambos recursos: el artificio y la expresividad correctamente domeñados, lo mismo que la puntual asimilación de modelos previos ciertamente prestigiosos, ya que, independientemente de sus respectivas tramas y del estilo con que fueron escritos, algunos de los cuentos que conforman el volumen no se fincan en el plagio formal o discursivo sino en la influencia ―por lo demás benigna― de un puñado de autores a los que Uribe rinde tributo tácito o abiertamente declarado: Fernando Pessoa, Henry James, Juan Carlos Onetti, Sammuel Beckett, Nathaniel Hawthorne, Julio Cortázar; además de otros clásicos como Van Morrison o los Rolling Stones.

Tendría que decir, en honras de su autor, que no es al asumir estos últimos referentes, digamos más mundanos, sino al desprenderse de aquella pesada carga literaria, cuando surge su voz más personal e interesante en al menos la mitad de los cuentos que forman el volumen y entre los que es posible hallar textos más que decorosos, quiero decir, pequeñas obras ejemplares del género escritas con una sobriedad y un estilo temperado no tan frecuentes en una época de mensajes apurados, weblogs escritos en una prosa de matanceros y ejercicios “literarios” cuya calidad se mide como el rating de una telenovela.

Hay, pues, en estos Infiernos particulares, un puñado de relatos que juzgo excelentes. Por poner un par de ejemplos: “El entierro de mamá”, en el que ante una insólita huelga de panteoneros, similares y conexos, tres hermanos velan durante días el cuerpo de su madre al tiempo que experimentan la descomposición no sólo del cadáver sino de sus propios lazos fraternos. O “El contrato”, donde un apocado Víctor, empleado menor de una compañía telefónica, ve diluirse el lustre de su nombre en su paulatino fracaso laboral al tiempo que se nos revela el escondido iceberg de una trama marital.

Y hay también, por si fuera poco, un par de verdaderas joyas narrativas. Me refiero al cuento que cierra el volumen, “Respuestas de Stanislaus MacNeill”, en el que Uribe reinventa el tema del doppelgänger, y, sobre todo, a esa pequeña alegoría del poder que es la “Brevísima relación de la fragua de las cadenas”, texto fundado en la dialéctica del amo y el sirviente que no desmerece el adjetivo de magistral y cuya lectura sería recomendable a cualquiera de los lacayos con los que nos topamos cada tanto.

Ciudadano rebelde de la aldehuela de la juventud creadora empeñada en elevar el balbuceo postvanguardista a la categoría de obra maestra, los afanes clasicistas de Eduardo Uribe nos lo presentan como una rara avis dentro del catálogo de las novísimas letras nacionales, acaso como una especie en extinción, uno de nuestros más jóvenes estilistas.







[Esta reseña aparece publicada en el número 153 (agosto-septiembre de 2008) de la revista
Tierra Adentro, que se vende en los Sanborns y las librerías Educal.]

miércoles, septiembre 03, 2008

Los conjurados de Tovalín


Si andan por lo que es el centro histórico de esta Ciudad de la (des)Esperanza, dense una vuelta por Brasil 37, en la Plaza de Santo Domingo. A'i merito está la Coordinación Nacional de Literatura del INBA, donde se exhiben los retratos que el enorme Alberto Tovalín les hizo a 51 escritores en situaciones chuscas y poses jocosas. No dejen de admirar la fotografía de un pelón de aretito que, según la mucama de los escritores María Rivera y Gerardo de la Cruz, es sospechosamente parecido a un cantante de reggaeton que está bien guapísimo.

La muestra se exhibe desde el 24 de agosto y hasta el 26 de septiembre, así que córranlen.