miércoles, junio 19, 2013

Monsiñor



Yo, pecador, lo confieso ante ustedes:

Como buena parte de mi generación, nunca fui devoto de Carlos Monsiváis. En mis épocas de estudiante universitario, acudí algunas veces a sus “Notas sobre la cultura en México en el siglo xx” lo mismo que a su más esclarecedora antología de la crónica mexicana, A ustedes les consta y, sobre todo, a esa otra selección que lo reveló para mí como el avezado lector y crítico literario que fue: La poesía mexicana del siglo xx. También seguí durante una temporada (digamos que un par de años) el registro comentado, puntual e hilarante, del dislate político y la estulticia declarativa que fue “Por mi madre, bohemios”. Ocasionalmente, cuando en el periódico llegaba a toparme con alguna opinión suya sobre algún tema fundamental o particularmente delicado del presente nacional o mundial, me esforzaba en leerla hasta el final, tratando siempre de adentrarme en, de descifrar ese galimatías que para mí siempre supuso la prosa monsivaíta. Como el Luzbel de la fábula anti-ejemplar de El Fisgón incluida en este volumen, La excentricidad del texto, al leer lo que decía esa criatura, reconocible por ubicua, también yo quedaba “sumido en la más profunda confusión”, extraviado “en un complejo laberinto de explicaciones.” 
Aclaro que no pretendo poner aquí en tela de juicio ni las convicciones políticas ni el ideario social ni las aficiones populares de Monsiváis, algunas de las cuales incluso celebro y comparto. Tampoco quiero poner en duda su vasta cultura, su apetito omnívoro por todo aquello que le interesó (que fue, básicamente, todo) y ni siquiera la imagen oracular, omnipresente que a lo largo de las últimas décadas él mismo erigió merced a su presencia constante en los medios, a su cercanía con ciertos sectores y figuras de ese mismo poder del que, paradójicamente, fue un crítico demoledor y despiadado. Escamotear cualquiera de esos rasgos del perfil de Carlos Monsiváis equivale, sin duda, a restarle importancia al papel estelar que desempeñó –y, mucho me temo, seguirá desempeñando para refrendar su influencia desde ultratumba− para la cultura mexicana durante la segunda mitad del siglo xx y la primera década del xxi. 
No, mi principal desencuentro con la obra del autor se funda en un mero asunto de temperamento estilístico, de empatía sintáctica, digamos; en mi incapacidad, mi desinterés y mi franca desgana para adentrarme en el territorio de una redacción endiabladamente abigarrada en la que, mediante el recurso de la subordinación infinita, las ideas se suceden una a otra sin dar tregua al lector-exégeta. Pero tal visión, evidentemente parcial, si bien compartida con algunos de mis contemporáneos, se modificó sustancialmente el año pasado no sólo gracias a este volumen de ensayos reunidos por Raquel Serur, sino con la lectura de su referente, el Nuevo catecismo para indios remisos, cuya existencia, si bien no me era desconocida, evadí durante años: baste recordar cómo, en al menos un par de ocasiones, formado ya en la fila de la librería, decidí abandonar discretamente junto a la caja el ejemplar del catecismo que estaba a punto de pagar y, con ese acto de mezquina herejía, negarme el sacro-demoniaco placer de su revelación.
Porque habría que declararlo sin ambages: el Nuevo catecismo para indios remisos no solamente es uno de los libros más profundamente gozosos de la literatura mexicana, sino una obra atípica dentro de la corrección del canon nacional, una anomalía incluso en el corpus literario de su autor, sin duda uno de sus títulos más personales, “un libro único dentro de su obra –como lo afirma Raquel Serur en estas páginas– […] porque rompe con la estrategia ensayística que caracteriza lo mismo a los grandes trabajos de crítica de la cultura, que a los artículos de contenido político.”
“El rasgo distintivo del Nuevo catecismo –continúa Serur– es la maestría con que en él se entrelaza el libro de ficción con el libro reflexivo en torno a los tópicos religioso-culturales.” Lo es también, me atrevo a pensar, la claridad de su prosa y su transparencia argumental, imitación, homenaje y parodia de aquella con la que Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera vertieron la Biblia en nuestra lengua. Tocado por el claridoso soplo con que Valera y Reina fueron inspirados para su labor, Monsiváis parece renunciar por un momento a su estilo intrincado para subvertir aquella orden divina y, en cambio, emprender una tarea de desmontaje, re-interpretación y puesta al día lo mismo de los textos sagrados y sus apéndices evangelizadores que del género fabulístico, una misión (im)pía cuyo resultado fue “ese devocionario iconoclasta y demoledor de la fe gazmoña y convenenciera”, como se define a esta obra en la cuarta de forros de La excentricidad del texto.

Entre la ponencia académica y el ensayo literario, los 12 ensayos más las dos entrevistas que conforman este volumen, complementados con cuatro de las fábulas del Nuevo catecismo…, brindan claves sobre sus influencias visibles y subterráneas, devotas e impías, sobre sus métodos de composición y sus siempre cuestionables alcances moralizadores al tiempo que vindican la trascendencia de este título dentro de la vasta obra de su autor. Se trata, sobre todo, de una invitación abierta a dejarse seducir por el travieso demonio de la apostasía que habita el catecismo monsivaiano y a descubrir en sus páginas al enorme y casi secreto autor de ficción que fue Carlos Monsiváis.
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Hace tres años murió en la Ciudad de México Carlos Monsiváis. Por aquel entonces, desde unos meses antes, praparaba yo la edición de un par de volúmenes cuya publicación le interesaba particularmente y que ya no alcanzó a ver impresos: Los cuarenta y uno: novela crítico-social, de Eduardo Castrejón, un panfleto fársica y lamentablemente homofóbico prologado por el propio Monsiváis, y La excentricidad del texto, una colección de textos diversos sobre el Nuevo catecismo para indios remisos -obra cumbre y no tan celebrada del insigne cuanto omnisciente colono de Portales- compilados por Raquel Serur. El presente texto fue leído durante la presentación de ese volumen en la FIL de Minería de 2011. Tras la presentación, una culta dama me lo solicitó para publicarlo como reseña en una revista de circulación nacional, pero jamás lo vi impreso. Aprovecho ahora este aniversario luctuoso para ponerlo aquí y, de paso, reavivar las estancadas aguas de este espacio.
El crédito de los curiosos retratos del autor es de María García.